martes, 25 de noviembre de 2008

EL DIFÍCIL RETO DE LA CONVIVENCIA (II)

Enrique Rojas

No menos importante es luchar contra una sensibilidad psicológica muy acu-sada. Dicho de otro modo: las personas hipersensibles, aquellas que por su forma de ser todo les cala muy hondo y van a sufrir mucho porque todo les afecta con más intensidad. En tales casos, hay que aprender a ponerse una cierta coraza protectora y relativizar hechos, acontecimientos, desacuerdos, roces... Si no cambian de actitud, se van a desilusionar muy a menudo y aflo-ra un distanciamiento gradual que irá estando a la vuelta de la esquina y que, tratándose de la vida conyugal, puede llegar a ser un cierto callejón sin sali-da.

He ahí la importancia de aprender a darle a las cosas que nos pasan la im-portancia que realmente tienen. No dramatizar. Evitar convertir un problema en algo que magnificamos. Tener visión de la jugada. Este ejercicio psicoló-gico trae serenidad y capacidad para relativizar lo sucedido, sabiendo que corno he apuntado al principio, la convivencia diaria es el hecho diferencial más complejo que existe, donde son mayoría los que les cuesta entenderla correctamente hasta llegar a ese punto de equilibrio en donde va aparecien-do una cascada de elementos claves: tolerancia, sentido del humor, quitarle hierro a diferencias de criterio, saber superar el típico día o momento malo, etcétera.

A continuación, es necesario aprender a dialogar sin acritud. Hablar y decir las cosas que suceden, pero sin dureza ni agresividad, evitando actitudes radicales o irreconciliables. Saber hablar con alguien es un arte. No guardar cosas negativas, que se van pudriendo y que se almacenan y salen de forma intermitente, o lo que es peor, van creando un clima interior muy nocivo, que abre las puertas de un resentimiento de fondo que va a ser muy dañino. El resentimiento es un pasadizo que lleva a la ciudadela del rencor: sentirse do-lido y no olvidar. Si uno no se escapa de ese paisaje duro y doloroso, se pue-de quedar atrapado en esas redes y se va convirtiendo en una persona neu-rótica: agria, amargada, dolida y echada a perder. Por eso evitar el rencor es salud mental.

Otro punto aconsejable es no sacar la lista de agravios del pasado. Esa co-lección de vivencias negativas de atrás que de pronto se ponen de pie y pi-den paso y pueden llevarse por delante todo lo que encuentren en sus re-cuerdos, haciendo hincapié en dificultades, momentos malos y todo el arse-nal de fracasos y desencuentros que adquieren un nuevo perfil y una fuerza destructiva atroz. Una persona que es capaz de gobernar esa lista de hechos negativos y no la saca, demuestra un dominio de sí mismo muy sólido. Y por el contrario, el que se deja llevar por esa marca demoledora, arruinará su convivencia y será la debacle. Lo diré de una forma más gráfica: el que do-mina su lengua se controla en un 90%. La palabra dañina, envenenada, mor-daz, que trae el detalle negativo con toda su crudeza, está firmando el certifi-cado de defunción de la convivencia.

Por todo ello es esencial aprender a pedir perdón. Así de sencillo y de gran-de. Pedir perdón y aceptarlo es la capacidad para no quedarse atascado en las relaciones interpersonales, dejando que se abra una brecha y que dos personas se vayan distanciando en todos los sentidos. Generalmente, quien pide perdón es el más generoso, porque se adelanta y busca la reconcilia-ción pronta, echándose incluso las culpas aunque no las tenga. El perdón es un gran acto de amor. Y significa no llevar cuentas de los fallos del otro, sino que hay una disposición transparente y pronta para restaurar la armonía de las relaciones, poniendo freno al posible deterioro que arranca de esos desa-fueros.

Para que la convivencia sea posible son necesarios el respeto y la estima-ción reciproca. El respeto es atención, deferencia, tener en cuenta la forma de ser del otro, apreciándole en lo que vale. En una palabra, tolerancia. Vol-taire, en su célebre Tratado sobre la tolerancia, la define como la gran herramienta de la vida en común. Locke, en su Epístola acerca de /a toleran-cia, la sitúa como un principio ordenador de las relaciones humanas. En el siglo XVIII, con el triunfo de la Ilustración, prosperó también esta idea. En el siglo XIX, con el Romanticismo, se produjo una exaltación de las pasiones y del mundo sentimental, que culminó en el pensamiento liberal. En el siglo XX, estas ideas traspasaron los umbrales de la vida política y social.

Por último, es imprescindible pensar en cómo mejorar la convivencia. Es de-cir, tratar de que ésta sortee las dificultades y busque una cierta excelencia. La vida diaria sigue siendo la gran cuestión. Lo ordinario está salpicado de detalles pequeños. La vida es cuidar esos detalles que hacen fácil la rela-ción, y saber que comprender es ponerse en el lugar del otro. Comprender es aliviar.

La convivencia debe ser una escuela donde se ensayan, forman y cultivan muchos de los principales valores humanos: la sencillez, la naturalidad, el espíritu de servicio, el sentido del humor, la generosidad, el pasar por alto discusiones, enfrentamientos o malos entendidos, la sinceridad, la fortale-za… La capacidad diaria para convivir es un termómetro que mide la altura, la anchura, la profundidad y la categoría de cada uno. Donde más se retrata el ser humano es en el trato diario. El camino más exigente lleva a la meta más valiosa.
Enrique Rojas es catedrático de Psiquiatría (Este artículo nos lo enviaron Pilar y Margarita, al igual que el de ayer)
Publicado en El Mundo el 13 de septiembre de 2008

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo siento pero Enrique Rojas no es catedratico de nada