sábado, 1 de noviembre de 2008

SANTOS EN EL SIGLO XXI


Los santos en el siglo XXI son muy necesarios. El motivo es bien sencillo. Vivir el cristianismo no es tarea fácil y necesitamos todos de unos paradigmas dónde fijarnos. Los santos están en las oficinas, hogares, quirófanos, carreteras, mercados, ayuntamientos, colegios y en todos lugares honrados de nuestra sociedad. Viven con los demás, realizan las mismas tareas, con amor, pasan desapercibidos, no hacen ruido cuando realizan el bien, se preocupan de los demás y se olvidan de ellos mismos.

Ser santo significa vivir la paciencia en la cola del supermercado, superando el nerviosismo natural, cuando nos espera un día lleno de tareas. Santos significa hablar bien de todos, aunque alguno nos caiga algo mal por algún motivo. Ser santos en la carretera, con una sonrisa amplia y generosa, cuando el tráfico es abundante y –encima- debemos llegar con puntualidad a una reunión importante de la empresa donde se debatirán temas de importancia para superar ciertas crisis del momento. Ser santos y vivir de forma heroica cuando la fiebre sube por encima de los 38º y el día se presenta frío y lluvioso, dejamos la cama y nos levantamos como todos los días, para llegar puntuales al trabajo cotidiano.

Ser santos en nuestro siglo deberá ser algo casi normal, superando la creencia de que es algo ya cosa de siglos pasados, dónde era fácil (¿) retirarse a un convento a golpe de campana y pasarse orando, lejos del mundanal ruido. La santidad que se nos pide es la de una persona que es normal porque vive con los amigos las mismas alegrías y zancadillas de todos, y encima lucha, sonríe y lo supera algunas veces. Otras, aprende y comienza de nuevo. Esta es la faceta que debemos aprender del santo en el siglo que nos toca vivir: volver a empezar desde cero, porque nos la pegamos de verdad. ¿Santos impecables? No existen –mejor dicho- si los hay, aún no los he conocido.

Me contaron de una persona que trabajaba codo con codo con un colega muy ordenado y que casi todo lo hacía bien. Esto le producía admiración, pero él pensaba que nunca llegaría a imitarle. Marchó aquella persona y vino otra que le superaba, con lo que nuestro amigo, se desanimó mucho, pero que mucho. ¡Nunca podría llegar a ser igual que aquellos compañeros! ¡Jamás! Pasó el tiempo y este otro marchó. Le sustituyó una persona desordenada, algo impuntual en el trabajo, con algunos fallos notorios y… nuestro amigo se fijaba en él y observó algo que le animó muchísimo. Aquel nuevo compañero ponía interés en esmerarse cada día en su tarea y en sus fallos. Este detalle nimio le ayudó mucho para empezar a querer imitarle, porque lo veía más fácil que los anteriores. Seguramente que los anteriores también tenían sus defectos con los que luchaban, pero el tercero era más imitable. Ojalá que nos ocurra igual a nosotros si estamos en esta etapa.

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