Fui con Antonio al aeropuerto a despedir a Jesús. Jesús era un poco despistado -o lo parecía- y, cuando quise acompañarle a la puerta de embarque, por si se perdía, me dijo Antonio: “Déjale solo, que no es tan tonto como parece”. Le dejé y, por supuesto, Jesús encontró la puerta a la primera.
Hablo bastante con gente de empresa y hablo bastante con padres. Y me encuentro muchas veces con lo mismo: el jefe que piensa que TODOS sus empleados son unos inútiles y los padres - a veces, un poco más, las madres- que piensan que TODOS sus hijos, incluso los de 49 años, son unos niños tontines a los que hay que vigilar.
He dicho “vigilar” y no he dicho “controlar”, porque, como decía un amigo mío, “si hubiera querido decir ´controlar´, lo hubiera dicho, que soy muy preciso en mis expresiones”. Yo no soy tan preciso, pero he querido decir “vigilar”. Vigila el jefe que no deja vivir en paz a sus subordinados. Como no les deja vivir en paz, les amarga la vida, y, fundamentalmente, se la amarga él. Vigilan los padres que no dejan vivir en paz a sus hijos, a los que también amargan la vida, y de paso, y por el mismo precio, se la amargan ellos mismos.
Lo de los hombres de empresa debe ser nuevo. Lo de los padres, no. Resulta que San Pablo, en una carta que escribió a los Corintios, hace unos cuantos años, les decía: “Padres, no exasperéis a vuestros hijos”. Esa es la traducción que he leído, pero, si lo queréis más claro, yo creo que lo que quiso decir el santo fue: “Padres (y madres), no jorobéis a vuestros hijos y dejadles en paz”.
Conozco padres que hacen la vida imposible a sus hijos. Y, lo peor de todo, es que lo hacen llenos de buena voluntad. Y cuando, a los 18 años y un día, el hijo les dice que se quiere ir de casa, se pegan el gran disgusto, en vez de decir: “Nos lo hemos ganado”. En la empresa, es más difícil largarse. Con esto de la crisis, la gente se agarra a su silla, suponiendo que trabajen sentados. Pero el efecto es el mismo: una baja de rendimiento enorme, porque ¿para qué vas a trabajar si hay un señor que te vigila por encima del hombro, para indicarte triunfalmente que te has equivocado, que vurro se escribe con b?
Ese empleado está deseando que llegue el viernes por la tarde, porque ve el lunes como algo lejanísimo y siempre existe la esperanza de que en el fin de semana el jefe agarre una gripe que le deje tumbado unos cuantos días. Los hijos lo tienen peor, porque, con los padres sanos o los padres enfermos, la vigilancia se mantiene y no queda más que un remedio traumático: la huida precipitada.
Una amiga mía, con siete hijos, les dejaba salir el sábado por la noche (el más pequeño tenía 22 años), con la condición de que, al volver, le despertaran, le dijeran qué hora era y le echaran el aliento para comprobar que no venían borrachos. Como los siete hijos volvían a siete horas distintas, la madre pasaba unas noches terribles.
Los hijos y los empleados TIENEN DERECHO a equivocarse, como nos hemos equivocado tú y yo (yo, con alguna frecuencia). Tienen derecho a que se les felicite cuando lo hagan bien. Tienen derecho a que se les ayude y se les corrija cuando hagan algo mal, sabiendo que ayudar quiere decir ayudar y corregir no es lo mismo que decir ¡ya te pillé! y pegar una buena bronca rezumando satisfacción malévola.
Nadie es tan tonto como parece. En primer lugar, porque, normalmente, cuando alguien nos parece un inútil, es que no hemos trabajado lo suficiente para sacar de él todo lo bueno que seguro que lleva dentro. Porque algo bueno llevará. No hay personas “de papelera”. Cuando veo que alguien se queja de que todos le funcionan mal o de que todos los hijos son un desastre, siempre pienso: “¿Y si el tonto no es el que parece? Porque ese listo, listísimo, que se rodea de tontos, tontísimos, debe ser más tonto que todos ellos. Con perdón”
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Diario de Molinoviejo (V)
Hace 1 año
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