sábado, 29 de marzo de 2008

UN SOLO HIJO NO ES NEGOCIO. ¿Y DOS?

De verdad. Un solo hijo en un matrimonio no vale la pena tenerlo. Trae muchos quebraderos de cabeza, cuesta un pastón, se convierte en un tirano inmediatamente y da una mala imagen. Además, está toda la familia pendiente de la dichosa criatura: que si ha tosido, que si se cayó en la calle y se hizo “pupa”, que los profesores lo han tomado con el/ella y la criatura no da pie con bola. ¡¡Mentira cochina!! Los que hemos sido varios hermanos, sabemos bastante del tema. Hemos salido adelante, con mejor o peor cantidad de calorías en la alimentación al día, pero lo que está muy claro es que no nos faltó el cariño de nadie en ningún momento. Además, los que fuimos los últimos de la lista aprendimos “in situ” a ceder en muchas ocasiones porque –como se dice ahora- era “políticamente correcto”. ¿Esto es bueno o malo? Lo que puedo aportar es que esta postura da, al que la vive, una capacidad de movimiento muy ágil. Me explico: cuando te encuentras ante una dificultad y nadie te apoya, ¡espabilas que da gusto! Y esto un día sí y el otro también. El carácter lo forma de manera recia.

Tener un solo hijo no es de recibo porque la criatura es inteligente por naturaleza. Inmediatamente se dará cuenta que es el “ombligo del mundo”, donde van a parar todas las miradas. Cerca de donde resido hay varios colegios: allí acuden los niños únicos, en el buen coche de papá, en día de lluvia o soleado, con el tiempo justo para entrar en clase. A la salida estará –otra vez- esperándole el papá o mamá con el auto para acercarlo a otras actividades extraescolares “porque la criatura debe saber de todo” para salir adelante en la sociedad actual… Un compañero de profesión hizo una prueba en el aula hace años. Era en fechas después de los Reyes Magos. Hizo escribir en una hoja del bloc el listado de los juguetes que cada alumno había recibido en casa, en el hogar de los abuelos, de los tíos, etc. A continuación animó. a cada chico, a “valorar” en pesetas –era la moneda de aquellos entonces- cada uno de los regalos. Cada cual hizo lo que pudo para darle un precio aproximado a sus regalos. Al final sumaron todas las cantidades. El más elevado fue un chico –hijo único- que alcanzó una cantidad cercana a las cien mil pesetas. Edad de los chicos: ocho-nueve años. Sobran comentarios.

¡Que no vengan algunos conocedores del tema afirmando que los astronautas de USA son casi todos hijos únicos! Ya lo sabemos. Salió en varias revistas técnicas. Hemos dicho renglones arriba que las criaturas no son bobos ni tontos. Si a esto le sumamos la buena alimentación que les dan en sus hogares, las buenas bibliotecas que tienen, los colegios de categoría -privado o públicos- a los que acuden, dan un sumando extraordinario. En cierta ocasión hablaba del tema con una persona –muy capaz, autor de varios libros, orador nato y con un cociente intelectual alto- que me escuchó largo rato. Al final de mis palabras me dejó de hielo, cuando me dijo: stás hablando con un hijo único. Pero todo lo anterior tiene cierto sofisma en la sociedad nuestra deshumanizada hasta los tuétanos. Los hijos únicos van a lo suyo y nada más. Se puede hundir el mundo, se pueden convertir en líquido elemento los casquetes polares y subir siete metros la superficie marina. Ellos seguirán impertérritos en sus cotidianas tareas como si lloviese “chirimiri” u “orvallase”. No suelen tener amigos, amigos de verdad. ¿Qué es la fraternidad para ellos? Un concepto que no han vivido y por lo tanto sin ningún contenido. Cuando se hacen mayores echan de menos –quizás en la infancia también les ocurrió- a unas personas de su edad aproximada, bajo el mismo techo, que hubiesen sido sus hermanos.

Con la profesión de educador me he topado con innumerables familias. Recuerdo un curso que me encargaron unas clases –era una matrícula muy reducida- con alumnos que eran en un tanto por ciento elevado “hijos únicos”. Tuvieron que pasar varias semanas hasta que pude hacerme con el mando de la clase: repasé metodologías, sistemas educativos y pedagógicos, hasta que di con la piedra filosofal. A partir de aquel día todo fue sobre ruedas: estaban esperándome como agua de mayo: “De qué nos hablará hoy, señor?, ¿Nos va a contar una historia y después la dibujaremos? ¡Si, por favor! ¡Es que lo pasamos tan bien con usted en sus clases!” Ver para creer pensaba en mi fuero interno.

Guardaba una última manifestación de un hijo único. Cada vez que la recuerdo se me revuelve el interior. Quizás sea algo personal, pero a mi me parece muy significativa. Cada cual que saque las consecuencias suyas. En los tiempos a los que se remonta la historia esta, se jubilaba un conserje del centro educativo donde impartí clases durante varios lustros. Se nos ocurrió una feliz idea en el aula entre los participantes de la misma –alumnos de ocho-nueve años aproximadamente- en escribir entre todos una carta como despedida de aquella persona que estuvo pendiente de los pequeños detalles que le concernían: avisar del comienzo y final de las clases, pasar escritos a los profesores de cualquier aula, suministrar tizas, blocs, medicamentos para una indisposición del estómago o dolor de muelas o cabeza, llamada de un familiar por haber perdido el autobús el alumno de la clase de bachiller o primaria, etc. Cada alumno fue redactando algo del contenido de la misma y los de mejor caligrafía, con sumo cuidado pasaban al folio las ideas de los colegas. Hasta que le llegó el turno al “hijo único”. Recuerdo que se me revolcó tal como toro bravo y me espetó con este argumento: “¡Pues yo no pienso firmar esa carta, porque me parece que eso es lo que tenía que hacer ese señor. Era su obligación!” Callé aunque había intentado razonarle de forma sencilla.

Repito: no vale la pena un hijo único. ¡Ah!, ¿entonces con la pareja se puede solucionar la papeleta! ¡Pues, no señores! -¡Oiga, usted me está tocando las narices! –“Lo siento, amigo. Pero si quiere que sea sincero –al igual que dicen los políticos en época de ganar votaciones- una familia debe tener los hijos que sean. Ni uno más: pero tampoco ni uno menos. ¿Por qué somos las personas las que debemos dictaminar el número de hijos que hemos de tener en nuestras familias? ¡Ya sé –estimado lector- que me puedo hacer odioso! Pero es lo que hay… ¿Han visto o han oído decir en los años cincuenta del pasado siglo, que en el planeta nuestro no habría alimentos para tantos habitantes como íbamos a ser en el planeta llamado Tierra! ¿No se percatan que hace unos meses decían algunos agoreros que el agua estaba escaseando en nuestras ciudades –ríos, lagos, lagunas, etc- y hace 48 horas el Ebro a la altura de Zaragoza iba a tope? ¿Pero cuando nos vamos a fiar un poco más de Dios y menos de nuestra ciencia racional? ¡Oiga, señor, es que soy agnóstico o ateo del todo! Me importa un rábano, pero esto es lo que se cuece. Usted verá lo que hace. I´m sorry!

1 comentario:

Anónimo dijo...

El autor de este escrito ha puesto el dedo en la herida de muchas personas. Hace pocas fechas hablando del tema me comentaba un amigo que la sociedad nuestra es rica, donde hay muchas superficialidades, se tira comida a la basura, el usar y tirar está al cabo del día...
Pienso que a más de uno le habrá enfadado porque está retratada la sociedad de muchas familias: la parejita, que ya hemos cumplido con Dios. ¡Genial esta manera de leer las cosas! Henry Scot.-