miércoles, 10 de octubre de 2007

DE AFRICA VINE (SEGUNDA PARTE)

Una vez llegado el barco a puerto, tuvimos que esperar a que subieran a bordo las autoridades sanitarias, policías, carabineros, etc por si acaso había algo de forma especial. Eran tiempos en los que era preciso todo este protocolo con el fin de evitar epidemias, personas que intentaban atravesar de forma irregular las fronteras y evitar el transporte de mercancías sin pagar los aranceles correspondientes.

Después de mostrar nuestra documentación personal, pasamos a las aduanas correspondientes, donde las maletas y todo tipo de bulto eran registrados por los carabineros correspondientes, con unos guantes blancos, por aquello de la higiene y los buenos modales. Se revolvía todo: la ropa, un paquete sospechoso era observado con discreción y después de este ceremonial, daban el permiso para cerrar las maletas y con tiza blanca les colocaban una “R” (revisado). Muchas veces este proceso se hacía más fácil para todos: se le preguntaba al pasajero si “llevaba algo que declarar”. Al responder se jugaba a una baza lo que la autoridad aduanera decidiría al respecto. Miraban la vestimenta, la forma de peinarse y hasta si se llevaba corbata e incluso si usaba gafas. Aquello de que “la cara es el espejo del alma” en este caso era una realidad aparente, pero que se usaba bastante en estas ocasiones.

Tomamos un coche de caballo que nos esperaba después de la aduana. Antes había que calibrar lo que cobraría y rebajar –sobre todo esto- con el fin de que no se hicieran con el pasajero: lo que importaba era el número de paquetes, maletas y el lugar a donde intentabas llegar con todo aquello. Una vez realizada esta jugada de tira y afloja, siempre había un acuerdo económico, subías al coche de caballo y la próxima parada era la estación del tren. Dejadas las maletas y demás bultos –incluso el paraguas- en la Consigna de la estación, la siguiente operación consistía en conseguir un billete de tren con destino a Madrid. En esta ocasión el despacho era manual –no existía aún la informática- y el funcionario de RENFE debía hacer constar en un libro grande el número del billete, la fecha y clase donde viajarías, desde primera clase, donde los asientos eran cómodos, pero sin pasarse, hasta la tercera clase con asientos de madera de rejillas que dejaban las posaderas algo doloridas.

Como todas estas operaciones se realizaban recién bajado del barco daba la impresión de haber aprovechado mucho el tiempo. No eran más de las nueve de la mañana. Podía haber ocurrido que se hubiera desayunado en el barco, pero lo normal era esperar a hacerlo una vez finalizados los trámites burocráticos. Un café con churros levantaba el ánimo para comenzar a esperar hasta la diez de la noche en que saldría el tren con destino a la capital española. Visitar un amigo, contemplar algún museo, oír misa en la catedral y si era posible –comer acompañado con alguna antigua amistad de África y contarle cómo se iban desarrollando los acontecimientos- era las mejores opciones. También quedaba leer la prensa del lugar para darse cuenta la tendencia del periódico que nos mostraba los acontecimientos nacionales e internacionales. No existían grandes diferencias de unos a otros.

Ya de vuelta a la estación se recogían las maletas –sin olvidar el paraguas- y demás bultos. El maletín de manos siempre había sido mi acompañante por la comodidad de poder echar mano de un libro o guardar algo que comprabas. Nos acercábamos al vagón elegido para el viaje hasta Madrid y una vez localizado el asiento numerado, no cabía más que esperar la campana y la megafonía que diera la señal de salida, así como la humareda de carbón de la máquina a vapor, que debía atravesar Despeñaperros. Colocadas las maletas en sus respectivos huecos, conversar con los viajeros –no muchos, en esta ocasión, por ser una fecha de poco turismo- era una opción normal en aquellos tiempos. Ofrecimos parte del bocadillo y la cerveza o gaseosa que entonces se podía consumir. La Coca Cola no estaba al alcance de todos los españoles, como el Nodo, ya que su precio era nada asequible.

Nos quedaban unas cuantas estaciones, donde seguramente subirían y bajarían pasajeros: Bobadilla era un lugar donde haría una larga espera ya que debía cruzarse con otros trenes que procedían de Sevilla, Cádiz y otros lugares d Andalucía.

Después pasaríamos por Antequera, donde había pasado dos años de mi vida de estudiante con unos familiares exquisitos que es de justicia nombrarlos en este escrito. Eran los Hernández Rodríguez a los que me une aún una amistad entrañable, porque allí ví muy clara la vocación profesional de ser para siempre un educador nato. Don Juan Hernández y su esposa Mercedes Rodríguez, padres y profesores estupendos y extraordinarios, que dejaron en mí un sello especial, así como sus hijos todos a los que traté más o menos: José, maestro y sacerdote jesuita, fallecido antes de ordenarse y cantar misa. Paquita, maestra y maravillosa persona, con la que me unió gran amistad muchos años después, por unas cartas, hasta unos días antes de fallecer. ¡Santa mujer! Juan, químico, amigo de la radio galena de antaño y un enamorado de su futura esposa Inmaculada, granadina, a la que diariamente escribía su carta de amor. Manuel, economista, que debe andar por Córdoba, con sus hijos y esposa, Y Antonio, que por sus muchas dioptrías le impidieron hacer una buena carrera de cirujano, pero si fue un catedrático de una asignatura médica, dando conferencias por los Estados Unidos. ¡Qué buena familia aquella, Dios mío!

Entre estación y estación nos fuimos acercando a Madrid. Allí llegamos en la mañana del día diez de octubre de aquel gran año del que tengo tantos y gratos recuerdos. ¡Vale la pena haber dado el salto!...

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