Al finalizar el primer año de vida, comienza un periodo de gran actividad. El niño aprende a andar y aprende a hablar: dos gigantescas ampliaciones de su mundo. Muchos autores ven en este periodo una decisiva influencia en la transformación afectiva de la personalidad del pequeño.
El niño hace una entrada gloriosa en su segundo año de vida. Se encuentra exaltado y alegre, despliega una actividad infatigable, explora su entorno, lo manipula y lo maneja, y desarrolla inevitablemente la conciencia de su autonomía. Comprende ya mucho mejor los sentimientos ajenos y empieza a obtener claves emocionales de las expresiones de sus padres y hermanos.
Todavía tiende a comportarse como observador, sin tratar, por ejemplo, de prestar consuelo a una persona afligida. Esto cambia enseguida, y al año y medio o dos años es fácil que sí lo haga, aunque, como contrapartida, también aprende a chinchar y a disfrutar saltándose las prohibiciones, tanteando hasta dónde puede infringir las reglas establecidas en la casa o el preescolar.
A los dos años, aparecen otros sentimientos en los que intervienen más las normas y el juicio sobre el comportamiento propio y ajeno. Descubre el sentido de la responsabilidad y entran más en su vida las miradas ajenas. Frases como ¡Mira lo que hago!, o ¡Mira cómo salto!, suelen ser muestra de su frecuente reclamo de atención y de su necesidad de ser mirados con cariño.
A partir de los cinco años, aparecen sentimientos más complejos, impregnados a un tiempo de responsabilidad personal y de respeto a las normas que va percibiendo a su alrededor. Hasta entonces, cuando se le pregunta, por ejemplo, después de un triunfo en un juego o en el deporte, dice que está contento; y si ha hecho algo malo, puede estar asustado por miedo al castigo, pero aún no suelen aparecer sentimientos de orgullo, culpa o vergüenza.
Entre los seis y siete años, sí empieza a referirse a esos sentimientos, sobre todo si los padres han sido testigos de la acción, pues el niño a esa edad aún atribuye en gran parte esos sentimientos a la reacción que ve reflejada en sus padres. La alegría y la tristeza que hasta entonces había experimentado eran sentimientos bastante simples, pero el orgullo, la vergüenza o la culpa son más complejos, y por eso tardan en llegar al corazón del niño.
Alrededor de los siete u ocho años, comienza a sentirse orgulloso o avergonzado de sí mismo, haya o no testigos de lo que ha hecho. Una dualidad irremediable se instala en su conciencia. Se convierte en sujeto moral, adquiere lo que tradicionalmente se ha llamado uso de razón. La vida se le va a complicar un poco (por fortuna, pues son las inestimables consecuencias de la reflexión y de la libertad).
Durante toda esta etapa cobra fuerza con gran viveza otro sentimiento importante para su educación: la satisfacción ante el elogio o ante las muestras de aprobación de aquellos a quienes él aprecia. Se trata de un sentimiento que no tiene por qué ser negativo, pues responde también a una positiva satisfacción por haber complacido a las personas que quiere. Alfonso Aguiló. Director del Colegio tajamar y autor de numerosos escritos y libros sobre Educación.-
Diario de Molinoviejo (V)
Hace 1 año
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