lunes, 3 de septiembre de 2007

RECUERDOS DE ÁFRICA

Vivir en África es diferente. Se vive en una zona interracial, respetando todas las creencias, costumbres, alegrándose con las alegrías de las personas aquellas y llenándose de congoja con sus pesares. Cuando en Agadir, zona del Atlántico, fue asolado por un terremoto que se llevó muchas vidas, todos los que allí vivíamos nos sentimos unidos a sus penas. Fue un trallazo en cada uno de nosotros. Cuando una alegría les hacía vestir las mejores galas –el africano exterioriza sus sentimientos profundos- nos echábamos a las calles. ¡Cómo disfrutábamos con la carrera de la pólvora, por ejemplo! Y veíamos embobados el pasar de mujeres y hombres bailando y cantando, mientras sonaba el pandero y la dulzaina.

Y visitar los zocos, donde se podía apreciar costumbres ancestrales. El encantador de serpientes que con su flauta hacía maravillas, mientras nuestros ojos no pestañeaban. ¿Qué decir del médico naturista que igual quitaba una muela sin anestesia de ningún tipo o realizaba una sangría con sanguijuelas, al igual que en la Edad Media? Y todo a pleno sol, rodeado de insectos de todo tipo, soportando el viento del desierto que calentaba todo género de frutas, hortalizas y legumbres expuestas sobre unas esteras en el reseco suelo. Ellos con sus turbantes blancos y chilabas que les protegían de los rayos solares-protección cincuenta, diría un médico dermatólogo- que de forma histórica se transmitía de padres a hijos.

Junto a los árabes vivían los judíos que ocupaban barrios apartes, donde los sábados se reunían para leer el talmud, con sus bonetes que les cubría parte de la cabeza. Casi todos tenían una luenga barba que les definía de alguna manera. Cerca de nuestra casa había un taller, al que visitaba con cierta frecuencia por motivos domésticos. Junto al que trabajaba el cuero estaban los que trabajaban la plata y otros metales preciosos. ¡Cómo pesaban las pulseras de ellas, que las llevaban casi a diario como si fueran sutiles aderezos! Trabajaban en el duro suelo protegidos con una estera –fuera la estación del año con calor o frío- horas y horas, mientras entonaban algunas canciones o charlaban en chelja –una lengua árabe, con similitud a las lenguas semitas- y que aprendían en las escuelas de viva voz entonando junto con el que hacía de maestro, en plena calle. Los judíos, en ocasiones sufrían en silencio los ataques de los rapaces, que apedreaban sus puertas y ventanas.

Y junto a los anteriores artesanos se encontraba el que se dedicaba al mantenimiento logístico: preparaba la comida del día –menos el sábado- que no se puede cocinar, ni comprar o vender mercancía alguna. Tampoco está permitido llevar dinero en los bolsillos ni caminar más de una determinada distancia. Me preguntaban en mi idioma y les respondía a sus preguntas. Nunca les pregunté por sus nombres: siempre usaban el mismo atuendo y ocupaban el mismo lugar. Cuando entraba en su aposento ya sabía a donde dirigirme. A veces me gastaban bromas que soportaba con cierta extrañeza y les sonreía.

Un día desaparecieron y nadie me explicó qué había sido de ellos. Sé que allí vivía después una mujer mayor, enferma, que a penas podía caminar. Vivía sola. Después deduje que los varones huyeron a Israel, cuando desde todos los lugares del mundo hubo como una llamada secreta para formar el nuevo pueblo en un lugar determinado. Familias enteras abandonaron sus casas, dejando luces encendidas, con las cortinas en las ventanas para que no se percatase nadie que allí ya no existía ser viviente alguno. Fue parte del holocausto, que exigía dejar ajuares y pertenencias para ganar una patria.

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