Cuando el Estado pretende transformar al hombre, emprende un ejercicio de manipulación al que es preciso oponerse.
La caída del muro de Berlín en 1989 no fue sólo un evento emotivo, ni afectó exclusivamente a quienes se encontraban a un lado y otro de aquella ignominia. Constituyó un acontecimiento cultural de primer orden, cuyos efectos se dejan sentir hasta el día de hoy. Significó el final de la era de las revoluciones. Dos siglos tardamos en percatarnos de que, en la entraña de todas las revoluciones políticas europeas, anidaba un elemento totalitario que atentaba contra el respeto a las personas humanas. El intento de transformar la sociedad a fuerza de bayonetas o explosivos, a golpe de proclamas ideológicas y de manipulación de las mentes, nunca ha conducido a liberaciones, sino a nuevas y peores servidumbres. Lo que procede, desde entonces, es mejorar la sociedad a través de la justicia, la democracia y el trabajo. Pero todavía quedan algunos que no se han enterado de este cambio tan profundo. Y parte de ellos se mueven por la piel de toro, y nos quieren gobernar. Los restantes siguen en Asia y en un par de naciones hispanoamericanas donde apuntan penosas empatías con la madre patria.
En uno de los últimos libros de Hannah Arendt se lee esta luminosa sentencia: «La idea del progreso, si ha de ser más que una mera modificación de las condiciones de vida y una mejora del mundo, contradice el concepto kantiano de dignidad humana». Porque el progreso —así, en singular— supondría una superación de lo humano, y por lo tanto un paso de lo humano a lo no humano. Se podría concretar esta tesis con la observación de que los derechos que se añaden (arbitrariamente) a la lista de la Declaración Universal de Derechos Humanos representan un atentado contra el carácter intocable de la persona humana. Cuando el Estado, o autoconscientes élites ilustradas, pretenden transformar al hombre y a la sociedad —entrando a cambiar de arriba abajo la configuración de la familia, el contenido de la enseñanza o el mantenimiento de la vida— lo que están emprendiendo es un ejercicio de manipulación al que es preciso oponerse con toda firmeza. Pues bien, esto y no otra cosa es lo que está aconteciendo en la España actual.
Desde luego, el Gobierno socialista no está mejorando nuestras condiciones de vida. Pensemos, por ejemplo, en las infraestructuras, en la vivienda o en la calidad de la educación a todos los niveles. La competencia y la eficacia brillan por su ausencia. Donde las Administraciones Públicas ponen el énfasis es en la mutación ética de las costumbres: lo que estaba permitido se prohíbe y lo que estaba prohibido se permite (tabaco, alcohol o velocidad, por una parte; pretendidas homofamilias, drogas blandas o cantonalismo, por otra). Parece que se encuentran en posesión de una nueva ciencia del bien y del mal. Y que la imponen.
Pero el caso más notorio, y el único en el que significativamente ha saltado la chispa, es el de la Educación para la Ciudadanía. Intelectuales orgánicos y escribidores a sueldo del poder tratan de adoctrinarnos en el sentido de que se trata de mejorar la conciencia cívica de las nuevas generaciones. Y a quienes no se convencen se les amenaza con el truncamiento de los estudios de sus hijos, el ostracismo escolar e incluso la cárcel para los progenitores que osen presentar una objeción de conciencia. Demasiado afán, sospechoso empeño, exagerada dureza represiva. El ciudadano medio comienza a maliciarse que en juego anda algo más que una asignatura (cuando oficialmente se está haciendo baratillo de fundamentales disciplinas humanísticas y científicas). El intríngulis de la cosa no estriba en que las niñas y los niños aprendan a comportarse democráticamente, lo cual se puede lograr de otros modos, incluso con una materia normal y corriente del currículo que no tenga carácter ideológico, como sucede en todos los países no sometidos a lavados de cerebro. No, el objetivo es un profundo cambio de las mentalidades juveniles, como base permanente para una transformación de la sociedad hacia un modelo del que se han suprimido las referencias estables, los valores firmes y, en definitiva, los recursos en los que se basa la libertad política de los ciudadanos comunes.
Lo que comenzó siendo una anécdota escolar se ha convertido en signo de contradicción. Cada uno es bien dueño de adoptar la actitud que mejor le parezca. Pero resulta ilusoria la pretensión de permanecer al margen de este enfrentamiento de fondo, afortunadamente pacífico. La actitud resumida en la fórmula «que objeten ellos» es un túnel a cuya salida se topa uno con una sociedad vuelta del revés. Si pretendes andar caliente porque tienes un buen profesor y un buen manual de civismo en el colegio de tus hijos, la gente desde luego se va a reír de tu ingenuidad, pero además quizá acabemos todos llorando, mayormente de vergüenza. Es una cuestión de dignidad y también —como diría un castizo— de pundonor. Alejandro Llano Cifuentes. Director del departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra (Tiempoo aproximado de lectura: 3 minutos)
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