Cada día más se aprecia en el ambiente que nos rodea que nuestras palabras tengan un valor específico grande. De cada uno de nosotros se espera que hablemos bien de todos y que cuando no podamos hacerlo, callemos. Es algo fácil de decir, pero la realidad es otra. Los medios de comunicación –radio, televisión y prensa, además de Internet, pueden confirmarlo cada jornada.
Otros aspecto que se espera de cada cual es que realicemos siempre el bien. “-¡Oiga, señor! -¿Vive usted en una nube o es una utopía lo que nos pide?” No creo, ni lo uno ni lo otro. Únicamente estoy trazando un esquema que algunas personas tratan de vivir, y son personas como nosotros. Lo viven en sus negocios y en sus ambientes familiares. No son extraterrestres.
La tercera condición que –puestos a pedir- debemos exigir en nuestra sociedad es cumplir la palabra. Recuerdo una anécdota que ocurrió hace años entre un judío y un cristiano. Fue a mediados del pasado siglo. El cristiano había tenido un fallo enorme en la economía de su empresa y, en vez de acudir a pedir un préstamo al banco de la esquina, acudió a un amigo de verdad; este sí lo era, aunque fuera judío, en esta ocasión. Le contó su aventura empresarial y el otro sacó el cheque y firmó en blanco. La única condición que puso es que cuando pudiera devolverle el importe lo hiciese, sin exigir firma de ninguna clase de documento. Eran amigos de mucho tiempo y con eso era suficiente. Al final, se cumplieron las previsiones.
No hay tres sin cuatro. ¿No sería un buen objetivo conseguir que fuéramos siempre y en todo momento veraces? ¡Cómo cambiarían las relaciones interfamiliares, vecinales y nacionales. Como dice la canción de hace unos meses: “No me llames ingenuo…tralará”
Diario de Molinoviejo (V)
Hace 1 año
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